Juana Bacallao, la última reina del desenfreno

Ese desenfreno que escapaba de los censores, arropado en un sentido del humor completamente impredecible, fue su arma más poderosa. En un momento tan difícil para Cuba, perderla es también despedir un poco de la risa y el humor que ella aportó.

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Hace apenas unas semanas, cuando veía el documental que saca a la luz imágenes inéditas de la grabación de We are the world, el célebre tema pacifista de Michael Jackson y Lionel Ritchie, no pude dejar de pensar en ella. Porque en ese documental de Netflix (The greatest night in pop) aparecen las anécdotas de cómo pudo organizarse un conjunto tan variado de artistas (con algunas exclusiones aún polémicas) hasta que aflora la canción que le dio la vuelta al mundo. Pero ella, cubana e irrepetible, no podía dejar de hacer su propia versión. En un descacharrante video que circulaba en YouTube se le puede ver haciendo su rendition del célebre himno durante una de las emisiones de Contacto, el programa estelar de los sábados en la Cuba de los 80 y 90 que condujo Hilda Rabilero con su mezcla de simpatía y despiste permanentes.

Juana Bacallao había regresado a la televisión, en la cual no fue bienvenida por algún tiempo, y aprovechaba cada una de esas oportunidades para dar rienda suelta a su fórmula secreta: ese desenfreno que escapaba de los censores, arropado en un sentido del humor completamente impredecible, que fue su arma más poderosa a lo largo de una vida en la cual, para decirlo rápido y mal, no la tuvo fácil. Lo extraordinario en su caso es cómo fue sobrepasando fuegos y obstáculos, para convertirse en la figura a la que este 24 de febrero damos una despedida que no será definitiva. Porque ella, como los clásicos, está incorporada al imaginario colectivo del país de un modo que difícilmente podrá ser olvidado.

Ese desenfreno que escapaba de los censores, arropado en un sentido del humor completamente impredecible, fue su arma más poderosa.

«No canta, no baila, no se la pierdan», cuenta la leyenda que dijeron de Lola Flores a su paso por los escenarios norteamericanos. En cierta medida, eso también podría decirse de Juana Bacallao, y también, como ocurrió con la gran española, ella supo convertir esas críticas en elogios y ventajas para su consagración como show woman. Había nacido en Cayo Hueso el 26 de mayo de 1925, y como auténtica Géminis, su vida es la de dos personas: la de Neris Amelia Salazar Martínez, y la del personaje público en que se metamorfoseó. Huérfana desde niña, tuvo que pasar su niñez en un colegio de monjas, y luego se ganó la vida con los oficios más humildes. Cantaba por puro gusto, y a eso se debe que Obdulio Morales, el reconocido compositor la descubriera, mientras ella limpiaba una escalera en Laguna y Perseverancia.

De la mano de Morales había debutado en el Teatro Martí como parte del elenco de la revista El milagro de Ochún, a fines de los 40, cantando esa estampa que la rebautizaba: Yo soy Juana Bacallao. Rosa Fornés, que sería amiga de la futura estrella del cabaret, también la canta en una de las coproducciones de Cuba y México, en el escenario de Tropicana, que años después Neris Amelia también pisaría, ya transformada en ese personaje que el tema musical describe. Y esa escena es de Tin Tan en La Habana, rodada en La Habana de 1953. «Yo soy Juanita Bacallao,/ la niña que en el bembé/ salpica pa´ no mojar». A partir de ahí ya es casi imposible separar a Neris Amelia de su encarnación como diva por derecho propio, ascendiendo en el mundo nocturno de la capital como una figura que siempre se vio a sí misma con humor, y aprovechó al máximo sus potencialidades hasta ser reconocida dentro de esa estirpe, ya tan poco frecuente, de los excéntricos musicales.

Su trayectoria es un mapa de esa Habana, mitificada luego por películas como esa de la Fornés y Tin Tan y luego por Guillermo Cabrera Infante en Tres tristes tigres. Poblada de personajes fabulosos, aupada por el ir y venir de un turismo que veía a La Habana como un aparente paraíso de tentaciones y tolerancia, la música envuelve esa imagen de un modo que perdura como leyenda. El auge de la radio, la televisión, la industria discográfica, redondeó esa noción, y en ese paisaje Juana Bacallao llega a CMQ, a los concursos de talentos, y actúa junto a Benny Moré, Celeste Mendoza y Miguelito Valdés en la revista Bernabé y otras producciones de la época.

De la década del 50 data su aparición en filmes como Mulata y Yambaó, protagonizadas por Ninón Sevilla con la cara pintada, aunque el nombre de Juana Bacallao no aparece en sus principales créditos. No volvería a verse en pantalla grande, como protagonista, hasta que en 1989 se le dedica un documental de unos diez minutos que se titula —podría ser de otro modo— Yo soy Juana Bacallao. En ese material se descubre sin maquillaje, sin peluca, al tiempo que con sus prendas, y sobre todo, sus «estalajes», puede apreciarse su interacción directa con su grupo acompañante y el público del Capri, donde fue reina indiscutible y principal atracción. Para llegar ahí tuvo que bregar sin descanso, y asumir el reto de sustituir a nombres ya consagrados que poco a poco fueron abandonando la Isla.

Juana Bacallao
Juana Bacallao / Foto: Lo Real Maravilloso

Es así que en 1961, por ejemplo, se le puede ver en Serenata mulata, producida por Anido, quien se arriesgó a incluirla en un show donde brillaba Olga Guillot. Fue el paso a una nueva etapa de su carrera, y sus interpretaciones de Sube, espuma y Mejor que me calle (un tema ligado fundamentalmente a Rita Montaner) confirmaron que la apuesta era válida. Juana Bacallao venía de una disputa en el Cabaret Las Vegas, en el cual rivalizaba con Olga Chaviano. Anido, que había sido el descubridor de Freddie, se anotó nuevos triunfos cuando, tras la salida de la Guillot hacia el extranjero definitivamente, mantuvo el espectáculo con nuevas presencias, la más impactante de todas fue sin dudas Gina León. Mujeres mulatas, que se transformaron en nombres imprescindibles, y que acaso no imaginaban cómo ese mundo también tendría su declive.

En 1968, al imponerse la Ofensiva Revolucionaria, ese contexto recibiría un duro golpe. Terminó por afirmarse que las nuevas tareas del país eran incompatibles con la bohemia, y el gozo trasnochador —una idea que ya venía desde la polémica desatada alrededor del documental PM, prohibido por el ICAIC en 1961, y que fue la causa que originó las Palabras a los intelectuales—. Los artistas del cabaret tuvieron que reagruparse en brigadas, que fueron enviadas al campo para entretener a quienes laboraban en los surcos. Marta Strada tuvo que irse a cantar Días como hoy con el resto de la brigada 7, y Juana Bacallao integró la 6, acompañada por Los Papines, Elsa Balmaseda y René Ferrer. Fue el año además en que se creó el Centro de Contratación y Evaluación de Artistas, y Juana Bacallao acudió a su comité de evaluación, presidido por Omara Portuondo, asegurando que en su casa había ocurrido un incendio, y que por ello había perdido todas sus partituras, de las que solo sobrevivía un minúsculo papel chamuscado. Es una de sus muchas anécdotas, sobre las cuales, tanto como sobre las pistas nocturnas, se alza su leyenda.

Los artistas del cabaret tuvieron que reagruparse en brigadas, que fueron enviadas al campo para entretener a quienes laboraban en los surcos.

Un episodio fundamental de su vida había sido ya, por supuesto, La Caperucita se divierte. La revista estrenada en 1962 en el Capri le dio a Juana Bacallao la posibilidad de exhibir su picardía, su sentido irrefrenable del humor, como la protagonista, junto a un Dandy Crawford que interpretaba al Lobo Feroz. El elenco lo completaban el Cuarteto Los Meme y Maggie Prior, con música de Rafael Ortega, coreografía de Tomás Morales y producción de Joaquín Rivera. Fue un éxito sonado, que aún recuerdan sus espectadores, como uno de los mitos de esa Habana que también la había aplaudido en el Ali Bar, el Campoamor, los Aires Libres de Prado, el Sans –Souci, el Parisién y tantos otros sitios. Su vida privada, sus salidas de tono, sus irrefrenables chistes, la convertían —géminis al fin y al cabo— en una mujer admirada y temida, que a pesar de las restricciones y la formalidad que quisieron hacerse sentir, no podían controlarla. Y esa fue también su virtud: mantener una espontaneidad en ese ámbito que se echaba tanto de menos.

Juana Bacallao en La Caperucita se Divierte
Juana Bacallao en La Caperucita se Divierte / Foto: Cubacute

Lo suyo era el cubaneo, dijo alguna vez. Y en ella el choteo era una constante. Venía de la herencia del vernáculo, pero también de forjarse en la Universidad de la Calle. «Logré mi sexto grado», proclamaba con orgullo, pero sin alarde, cuando hablaba del impacto que tuvo en su vida el cambio de 1959. Tenía aplausos y también la mirada recelosa de funcionarios y productores, que temblaban ante lo que ella, micrófono en mano, podía espetar al público cada noche. Alfredo Zaldívar, el editor y poeta, la recuerda en Varadero interpretando una versión surrealista de Sueño con serpientes, la canción de Silvio Rodríguez. Cuando alguien le gritó algún improperio mientras ella entonaba Longina, Juana le respondió con otro no menos sonado sin abandonar la melodía del tema de Manuel Corona. A nuestra bailarina más famosa le prometió, aseguran, «ir a ver el show suyo».

Esa y muchas otras fábulas corren alrededor de ella. Que se paseaba entre los saludos y muestras de afecto de su público, como una esfinge venida de otro tiempo, y que poco a poco logró retornar a los escenarios a los que dio toda su vida. Como una última metamorfosis, disfrutó también ser Juana la Cubana, asegurando que a ella se refería ese hit del grupo salsero Las Chicas del Can. Y no había quien pudiera discutirle tal cosa, por supuesto.

De esos recelos causados por sus arranques y frases más inesperadas provienen su escasa discografía, y su casi nula aparición en filmes posteriores a 1959, más allá de documentales como el ya mencionado. En esos diez minutos dirigidos por Miriam Talavera, se las arregla para colar alguna de sus frases que seguimos repitiendo. Ensaya tenazmente con sus músicos, y los increpa, al comprobar que no logran dar el ritmo. «¡Y así quieren viajar!», les grita. Lo cierto es que viajó. En los Estados Unidos Celia Cruz recibió inesperadamente a Juana Bacallao en su camerino, y ambas sonríen en una foto. Contaba que Michael Jackson cayó rendido ante su presencia, y si eso no es cierto del todo, sí lo fue el halago que Beyoncé le regaló a su paso por Cuba tras verla actuar. En España, Venezuela, República Dominicana, Italia, Colombia, México… se dejó ver con sus músicos de Tiembla Tierra, la agrupación que dirigía Armando Guerra, y el nombre de su productor parece salido de otra de sus anécdotas incombustibles.

Celia Cruz y Juana Bacallao
Celia Cruz y Juana Bacallao / Foto: OnCuba

Fue así que llegó a esa emisión de Contacto que recuerdo al inicio de estas líneas para cantar su We are the world y darle cuero a la Rabilero, y que escribo luchando contra la dura impresión que ahora provoca su ausencia, porque ella fue la última de su linaje, y perduró a través de estos 98 años mientras otras grandes de su época iban muriendo. Fallecieron Celia, la Guillot, Rosita Fornés y Gina León, por no hablar de Moraima, Elena y tantas más… El mundo donde ellas reinaron parece disolverse sin remedio, y el relevo que deberían tener se echa de menos.

Quien quiera oírla haciendo de las suyas, puede buscar en YouTube su grabación de Noche de ronda, lanzada en 1959 junto al Conjunto de Pepe Delgado. También puede procurar su versión de Espíritu burlón, para un empeño de la EGREM. Uno de sus gestores fue Sigfredo Ariel, quien contaba que el día de su turno para grabar, le indicaron que llevara ropas y pelucas para la sesión de fotos promocionales del álbum. Y Juana se tardaba en llegar, hasta que la llamaron y ella les dijo que con todo aquello encima no podía salir a la calle en pleno mediodía. Tras enviarle un auto para recogerla, Juana llegó al estudio, grabó el tema en una única toma, demostrando que de la letra de la canción solo recordaba su estribillo, y al terminar, cayó desmayada. «Es la emoción», dijo tras reponerse. «Desde 1959 no entro a un estudio como este», aseguraba.

Por supuesto que la vi alguna vez caminar por la Rampa, mientras la gente la reconocía y la saludaba. Conozco anécdotas suyas que ojalá ahora empiecen a aflorar, porque retratan su ingenio de cuerpo completo. Durante su paso por el show de Alexis Valdés en Miami, durante una visita del 2011, permite verla y oírla en la fase final de su carrera, saludando al público cubano de la Florida con el mismo afecto que concedía a los de Isla, y a ratos olvidando si se encontraba en un sitio o en el otro. Hablando por su teléfono celular con empresarios imaginarios, contando historias de sí misma que ya no se sabía si eran ciertas o no, ella demostraba que el surrealismo ha sido, para los cubanos, cosa de todos los días. Y siempre con la dignidad de quien reconocía sus batallas, sus triunfos, pasándolas por frases completamente alucinantes. «Yo nací en España pero vine para acá embalsamada», «No, en Moscú no he estado, porque hay mucho sol, ¿Qué te pasa, tinta rápida?», dijo aquí y allá, haciendo reír a quien tuviera delante.

Cuentan también que cuando Obdulio Morales la rebautizó, ella le dijo: «Ay, qué nombre más feo». Y que el compositor le respondió: «Pero te va a traer mucha suerte». No sé si los premios confirmen tal cosa —fue Premio Nacional del Humor en 2020, compartido con el caricaturista Ares; y tuvo condecoraciones, incluida la Réplica del Machete de Máximo Gómez—. Lo que sí tuvo, a manera de máximo galardón, fue el cariño de su gente. Ya fuera como motivo de burla, ya fuera en señal de respeto a su capacidad de sobrevivencia, ya fuera por el modo en que ella sabía devolver un golpe triunfando sobre quien intentaba provocarla, se hizo eterna a su propia escala en ese contrapunteo con el público.

La vi una noche en el Teatro Mella, haciendo de las suyas como quien estuviera en ese ámbito tan cómplice que es el del cabaret. Y al final de ese concierto que celebraba sus tantísimos años de vida artística, apareció vestida de santera y despojó a todo el auditorio, que la acompañó hasta la mismísima calle. Fue una guerrera que defendió con todo lo que tuviera a mano lo que ella representaba, una reina del desenfreno que tuvo su propio himno de batalla, ese: «¡Ataca, yénica!» que desencadenaba el torbellino que cada noche reinventaba, en su voz y su figura, el tema musical que se disponía a interpretarnos.

Fue una guerrera que defendió con todo lo que tuviera a mano lo que ella representaba

Un libro de Lázaro Caballero Aranzola (Juana la Cubana, 2023), recoge testimonios y entrevistas sobre ella, y fue un gusto colaborar con esas páginas. En el Caimán Barbudo también alguna vez la entrevistaron, y el título de esa conversación es estremecedor: «Mi vida es un libreto terrible», creo que se llamaba ese reportaje. Ya desde el 2021 no se le veía tanto en público. Y ahora llega la noticia de su desaparición, tras varios días en que sus admiradores de cualquier cardinal estuvieron en vilo. Falta ahora repasar quién fue realmente esta mujer, o las dos mujeres que convivieron bajo los nombres de Neris Amelia y Juana Bacallao.

En un momento tan difícil para Cuba, perderla es también despedir un poco de la risa y el humor que ella aportó en instantes también complejos, confirmando que aún había posibilidades de seguir adelante. No es una despedida más, porque ella fue la propia medida de lo que nos aportó. Su desafuero, su desparpajo, su modo de ponerlo todo en broma y al mismo tiempo su capacidad para reinventarse en cada presentación, también nos ayudaron a vernos por encima de restricciones y formalidades. Ojalá podamos decirle adiós como lo que ella fue, la última reina del desenfreno. Ese desenfreno que también puede ser una idea de Cuba, y que esta mujer, con solo aparecer en escena, convertía en un espectáculo completamente irrefrenable. Gracias por todo, Juana Bacallao. Y también, cómo no, muchísimas gracias, Neris Amelia.

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Norge Espinosa Mendoza
Norge Espinosa Mendoza
Poeta, crítico y dramaturgo. Asesor teatral de la compañía El Público desde hace 20 años. Editor de las memorias del coreógrafo Ramiro Guerra y coautor del volumen dedicado a los Premios Nacionales de Teatro, que aún esperan por papel y tinta para ver la luz.

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