Teatro y Baracutey: bufo y marginalismo en la escena cubana

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Por fin, tras un rápido viaje a Matanzas, pude presenciar una función del nuevo espectáculo en grande que Teatro El Portazo ha añadido a su repertorio desde fines del pasado año. En el Café El Biscuit, en esa esquina del Parque de La Libertad, la tropa del grupo fundado por Pedro Franco halló su cuartel de mando desde hace unos pocos años, y en ese espacio singular, que tiene su propia historia, empezó a convocarse el público, mayoritariamente joven, que sigue a este colectivo desde su creación en 2011.

De las pequeñas puestas que pudieron verse al amparo de la Asociación Hermanos Saíz al concepto de cabaret político que le dio notoriedad tras el estreno de CCPC (Cuban Coffee by Portazo´s Cooperative, en 2015), al presente, El Portazo ha sido un núcleo de artistas noveles que, desde la actuación, la coreografía, la banda sonora, el diseño, ha propuesto una visión crítica siempre matizada de humor con la cual se anotó premios, elogios, y polémicas permanentes. El estreno se llama El Baracutey, y tiene un subtítulo del cual sale la provocación para estas líneas que no quieren limitarse a cumplir con la misión de una reseña: «Otro bufo cubano», es ese subtítulo, quiero entenderlo como una provocación, más que como una definición en sí mismo.

Por supuesto que la escala de lo vernacular estuvo siempre presente en la estética de El Portazo, una vez que se consolidó su punto de vista, y con CCPC se desbrozó una senda que renunciaba a obras escritas desde los rejuegos de la dramaturgia —aunque experimental— que seguía las reglas del canon.

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CCPC / Foto: Enfoque Cubano

Sus puestas en escena, a partir de ahí, bebían de la estructura más bien descentrada de la revista musical, del género alhambresco incluso más que del bufo. Aunque ha jugado con los rostros y máscaras de la galería de nuestra tradición bufa —el persistente trío de la mulata, el negrito y el gallego, a través de diversas re/encarnaciones—, El Portazo también ha dilatado esa galería hacia otras presencias, incorporadas al imaginario social cubano desde los tiempos del reguetón y los anhelos expresivos que quienes integraron la generación de «los novísimos» dispersaron sobre la escena cubana.

Reconocidos bajo ese epíteto tras la aparición de la antología Novísima dramaturgia cubana (compilación y prólogo de Yohayna Hernández, Editorial Tablas-Alarcos, 2008); los novísimos irrumpieron con una fuerza que ponía en discusión, no solo al contexto teatral donde quisieron ganar espacio, sino a toda la noción que se tenía desde la escena de una percepción de lo político, desde un desacato que renunciaba a las maniobras más tibias o de formulación alegórica de sus precedentes.

Más allá de los elementos formales que Hernández exponía para tratar de perfilar una poética común entre nombres tan diversos, creo que lo que los identificaba de inmediato era precisamente esa manera de no apelar, desde sus demandas, a una línea de acatamiento respecto a símbolos, iconos y actitudes que, según sus exigencias, ya pertenecen a un museo, y no a una galería viviente, de expectativas ni presagios acerca de la gran Utopía. Lo más perdurable de muchas de esas entregas era ese desparpajo, el desacato de una nueva hornada que reflejó con la fuerza de un puñetazo el vacío de símbolos y jerarquías que ha ido abriendo una brecha cada vez mayor entre los sueños y anhelos de nuestros mayores y la ansiedad radical de sus hijos o nietos.

Cuando Pedro Franco pasa del estreno de Semen, sobre texto de Yunior García —uno de los antologados por Hernández— a CCPC, ya ha ido explorando fórmulas para desmontar la estructura de esas y otras narrativas al uso. En la ruptura de la cuarta pared, en el «aparte» que concede al intérprete un guiño de complicidad hacia sus espectadores, en el distanciamiento más criollo que brechtiano hacia lo que se representa, halló una línea de trabajo que llevó a fondo con aquel cabaret político de 2015.

Movilizado a partir de las relaciones que las administraciones de Cuba y Estados Unidos reanudaron desde el 17 de diciembre de 2014, CCPC recogía un eco esperanzado, de muy diversas texturas, acerca de lo que tan inesperado acontecimiento desencadenó. Su imagen final presentaba a todo el elenco, elevando una suerte de pirámide construida con elementos de su escasa escenografía, mientras entonaban a coro «Cuba va», el himno rockero de la Nueva Trova.

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CCPC / Foto: Enfoque Cubano

El público salía eufórico de aquellas funciones, con las que El Portazo recorrió media Cuba. La puesta en escena, rota, desmembrada, compuesta por secuencias que se inspiraban lo mismo en textos de Martí que de esos nuevos dramaturgos, se reinventaba cada noche teniendo como fuerza unitiva el carisma de sus intérpretes, la complicidad lograda con los espectadores, el gozo y el choteo propio de un hecho teatral que rendía tributo al cabaret, al musical, al vaudeville, como imagen también legítima de nuestra Historia, de nuestras victorias y nuestros fracasos. Todo ello, con la mirada puesta en un mañana que de repente parecía más esperanzador.

Posteriormente, bajo un concepto similar, Pedro Franco presentó CCPC La República Light en 2018, y como una vía para replantear sus elementos formales y conceptuales, apostó por retomar un texto de Yunior García, correspondiente a su primera etapa autoral, que se plantea como una comedia de enredos eróticos: Todos los hombres son iguales, que subió a escena en 2020. La pandemia no permitió al grupo programarlo como se esperaba, y tras el inevitable impasse, la agrupación tuvo que reorganizarse. El éxodo de talentos que sufre Cuba también hizo mella en su núcleo —aunque su plantilla tuvo siempre que luchar con la ausencia y el adiós de talentos que iban ganando fuerza desde sus espectáculos.

Si en el segundo CCPC se discutía lo sucedido tras el final del diálogo entre las oficinas de Obama y Raúl Castro, y el tono de esa «secuela» era menos chispeante que en su antecesora, Todos los hombres… optó por acentuar los aires de parodia a referentes culturales —o a la ausencia de estos— en la nueva generación del público que acudía a sus convocatorias. El quiebre de 2021 tampoco dejaría de afectar al colectivo. Y desde hace ya más de un año Pedro Franco se encuentra en México, donde se presentó con varios de sus actores, al tiempo que trabaja con una agencia de producción artística en su capital.

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El Baracutey, otro bufo cubano / Foto: Néster Núñez (La Joven Cuba)

El Baracutey es, por ende, el primer espectáculo que se gesta bajo su estilo en El Portazo, pero a distancia. Ya el grupo ha hecho dos temporadas de la puesta y se ha presentado en Pinar del Río, y ha anunciado futuras representaciones en otras provincias.

La comunicación con sus veteranos ha permitido que no se pierda el canal de diálogo esencial en este sentido, pero la puesta evidencia lo posible y lo difícil de preservar el tono exacto, el control riguroso, el pulso rector imprescindible que caracterizó al colectivo en sus puestas ya conocidas y aplaudidas. Este «otro bufo cubano» me interesó como la puesta en estado de sobrevivencia que es ahora mismo, prolongando lo que los empeños anteriores de El Portazo mostraban sin recato acerca de la lucha cotidiana, de una poética de la resistencia que lo señaló como uno de los fenómenos de mayor interés en nuestro paisaje cultural reciente.

Para crear este espectáculo El Portazo ha ido un poco más allá de lo anunciado en La República Light, en la que la presencia del bufo y el choteo desde los moldes de lo vernáculo era ya más evidente. La idea de una comedia nacional entendida en tanto comentario diferido —y no tanto— de la realidad, nos recordaba que ciertas alegrías y decepciones del presente ya habían sido vividas en otras épocas de nuestra isla, o mejor, de lo cubano.

Williams Quintana —director artístico del montaje y coguionista junto a Pedro Franco— procuró textos de Virgilio Piñera, Irán Capote, Martha Luisa Hernández, María Laura Germán, Bobby Viñas, Daniel Triana y Virgilio Piñera. El espacio escénico ha elegido el blanco como tono general —una ciudadela neutra, sobre la cual el vestuario de Luis Manuel Valdés se convierte en un comentario, desde el color restallante, por sí solo—, y los personajes, que están a punto de ser expulsados de ese solar, se presentan mediante parlamentos, diálogos y canciones que nos devuelven a ese ámbito tan socorrido en la historia teatral de Cuba.

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El Baracutey, otro bufo cubano / Foto: Néster Núñez (La Joven Cuba)

Se presentan y no evolucionan realmente, y creo que ese es uno de los puntos débiles de este montaje, que no gana la intensidad de sus antecedentes, acaso porque sus propias preguntas no logran dar en la diana que El Portazo, con anterioridad, tenía tan bien ubicada al lanzar sus disparos.

Resulta siempre grato ver a una actriz tan dotada como Sarahí de Armas dándonos la bienvenida, y como eje de la puesta, sobre todo durante el primer acto. La acompañan Juan Luis Prado, Daniel Triana, Raúl Álvarez, Chaltdryan Panamá, Náyade Morell, Laura Marín, Dayma Barnea y Carlos E. Santiesteban. Yadiel Durán ha regresado como responsable de la coreografía, y Edel Febles y Vivian Abuin completan el trabajo de diseño.

Rey Pantoja tuvo a su cargo la música del espectáculo, aunque cuando lo vi tuvo que apelarse a una banda sonora grabada, mientras nuevos músicos se añaden al proyecto. En realidad, este es otro momento de El Portazo, porque aunque algunos de los rostros ya reconocibles persisten en esta propuesta, toda una nueva generación ha debido asumir los roles y vacíos que han ido quedando tras la emigración o los cambios de destino por los que apostaron otros actores, actrices, asesores, asistentes. Como va ocurriendo en toda Cuba. Y es también a pesar de esas ausencias, y asimilando el peso y el reto de ellas, que este grupo, y tantos otros proyectos, no solo teatrales, insisten en no detenerse.

A su medida, ese es el valor esencial de El Baracutey: revelarse como un acto de sobrevivencia que, sin embargo, empieza a devorar la naturaleza que hizo al grupo distinguible y digno de seguimiento. En sus primeras propuestas, Pedro Franco optaba por asumir esas estrategias como resortes de su propia acción teatral «aquí hacemos de la luchita un arte», en pos de patrocinios, empatías, sinergias encaminadas a consolidar una capacidad de resiliencia.

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El Baracutey, otro bufo cubano / Foto: Néster Núñez (La Joven Cuba)

Por su parte, este montaje es consciente del desafío que implica seguir adelante con una poética cuyo principal inspirador no está, por vez primera, como máximo responsable de su enunciación. Y al tiempo que eso expone al grupo en un nuevo estado de replanteo de sus logros y su presente, también lo descubre en una especie de pugna por preguntarse hacia dónde ir ahora, en una Cuba no tan lejana a aquel «2014 del cambio», pero sí muy distinta según las presiones que de entonces a acá se han añadido al calendario de todas las cubanas y cubanos.

Cambio de moneda, pandemia, Tarea Ordenamiento, matrimonio igualitario, subida de precios y tarifas antes subsidiadas, inflación disparada, influencers y tiktokers, mipymes, tiendas de «alta gama», agitación política y manifestaciones, denuncias de corrupción y destitución de funcionarios públicos de alto rango, distorsiones, carencias de todo tipo, vacío de un discurso político, éxodo imparable… en ese entorno se alza el solar que es El Baracutey, como un bufo cubano que quiere asumir todo ello, porque es parte de la biografía de quienes lo han creado, pero que no consigue ahondar en tantos dilemas, aunque los mencione y los tenga como parte del catálogo de los ahogos y tensiones de esta Cuba de hoy.

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El Baracutey, otro bufo cubano / Foto: Néster Núñez (La Joven Cuba)

En el teatro cubano, el solar reaparece una y otra vez. Es el contexto de varias piezas de la tradición bufa, fue reimaginado por Alberto Alonso como un ballet y luego como un musical, es el escenario de Santa Camila de La Habana Vieja, Andoba, La Chacota…, y obras menos recordadas, como La palangana, de Raúl de Cárdenas. Estrenada en 1961 en la sala Arlequín, llamó la atención por lo que apuntaba a ser una revaloración de los recursos del bufo en pos de una visión más actualizada. «Absurdo social», dijeron algunos sobre esta pieza de un autor que luego escribió otras dos que no fueron representadas, y salió de Cuba poco después. Rine Leal la incluyó en su antología Teatro cubano en un acto (Ediciones R, 1964), y apuntó sobre ella ideas que volvieron a mi mente tras ver El Baracutey. Sobre La palangana, nuestro mejor crítico teatral afirmó: «…está más cerca de la tragedia que de la comedia, de la amargura o el gesto dolorido que de la carcajada, del conflicto de personajes que de la risible situación anecdótica».

En alguna medida, esto también ocurre con El Baracutey, aunque esté dividida en dos actos y ello extienda mucho su delgada fábula. Se apuntan elementos como la inspección que recibirá el solar, la visita oficial que esperan sus habitantes, el anhelo de quedar alguno de ellos como dueños del espacio según el testamento dictado por su propietaria, pero ello se disuelve entre música, bailes y situaciones que opacan esa línea argumental.

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El Baracutey, otro bufo cubano / Foto: Néster Núñez (La Joven Cuba)

Cuando al final, aparece en una pantalla el rostro de Paula Alí para desenredar la madeja, su presencia opera como un deus ex machina que, acaso por el recurso de apelar a una proyección y no a una presencia real en escena, no consigue toda la eficacia que la resolución merecería, a pesar de la simpatía probada por tan excelente comedianta. Y ello me devuelve a las palabras de Rine, que también, tras explicar por qué incluía La palangana en su antología, le señalaba flaquezas a la pieza de Raúl de Cárdenas:

«Como uno de los defectos fundamentales (…) se ha señalado alguna reiteración en las explicaciones personales que los actores dan directamente al público, y que se repiten sin añadir prácticamente nada nuevo al esquema general de la pieza, y cierta forma como de improvisación, que hacen ocasiones pensar que la obra no está totalmente terminada, siendo realmente un libreto sin gran consistencia literaria…»

Eso podría apuntarse también como aspectos a revisar en El Baracutey, que tiene sus puntales en la energía y frescura de sus intérpretes —en el doble sentido que los cubanos damos al término. Y en momentos como el parlamento final del primer acto, y la arrancada del segundo con el tributo al oficio del apuntador teatral.

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El Baracutey, otro bufo cubano / Foto: Néster Núñez (La Joven Cuba)

No deja de ser llamativo algo que funciona como un espejo para toda la idea de una Cuba inmediata: un colectivo, un núcleo, una célula que quiere seguir operando aun cuando la figura líder que la propulsó no está físicamente dentro de ella. Así, en cierto modo, siguen gestándose algunas acciones en todo el país. Los peligros de esa maniobra están claros: terminar convirtiendo en rutina un lenguaje que se anunciaba más pródigo, acabar operando en un vacío de liderazgos y sentido, o caer en una espiral de símbolos que tras la risa inmediata no logre superar un drama mucho mayor. También su ventaja y su reto: hacernos reaccionar ante lo que alerta, llamar a que seamos partícipes y no solo cómplices de la monotonía y el acomodamiento.

Tras citar a Rine Leal, también pensé en un texto suyo, publicado en la revista Tablas (1/1982): «Marginalismo y escena nacional». Es un ensayo en cierto modo ambiguo, que fustiga al bufo cubano en pos de una puesta al día según la política de aquel instante, mientras propone reconocer sus huellas en otras obras. Apunta ahí una idea acerca de una «cultura de la supervivencia» y se refiere a la figura del automarginado. «El automarginado será un personaje del teatro revolucionario en el sentido en que evolucione, se proletarice, se sienta parte vital y común de la nueva sociedad».

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El Baracutey, otro bufo cubano / Foto: Néster Núñez (La Joven Cuba)

Inmersos ahora mismo en un nuevo nivel de esa «cultura de la supervivencia», la propuesta de Rine Leal se quiebra ante el modo en que la sociedad cubana se descompone ahora en otros factores y vuelve a algunos —supuestamente ya vencidos— rostros e imaginarios.

En El Baracutey la comunidad que se nos presenta es un retrato más actual de esos personajes y caracteres, que nos recuerdan la validez del bufo no solo en tanto comedia, sino como un archivo de gestos, actitudes, alternativas de la sobrevivencia misma que se han reincorporado a nuestra cotidianidad por encima de cualquier estrategia que pretendiera olvidarlos. «El marginalismo no puede ser la visión que defina una escena popular», cierra categóricamente su ensayo. Y sin embargo, ¿no somos hoy otra vez nuevamente marginales, ante una realidad que nos lleva precisamente a los márgenes, a entender la cultura misma en este contexto como un acto —alucinado— de sobrevivencia?

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El Baracutey, otro bufo cubano / Foto: Néster Núñez (La Joven Cuba)

El bufo cubano se resiste a morir, aunque tantas veces le hayan dictado sentencia. Tanto como El Portazo, y esa es la declaración más potente que alza desde El Baracutey. El fogueo en otras plazas debería sacar al montaje de su zona de confort, garantizada en la permanencia del público tras la función en El Biscuit, para gozar de un rato extra de baile y diversión en plan discoteca, lo que ahora mismo en este mapa urbano tan encarecido viene a ser un privilegio.

Eso espero de la puesta de Williams Quintana, cuyo empeño ha sido defender los presupuestos básicos de lo que hasta ahora ha sido El Portazo. Tanto como espero que el grupo, capacitado para establecer su propia sintonía con la realidad a la que debe sus impulsos, pueda preguntarse si no es hora, en esta nueva fase, de probar nuevos rumbos, de reacomodar sus guiños estéticos a otras fórmulas de dramaturgia y provocación; también de asumir el desafío, y lanzarse sin más arma que el desafío mismo a escena, como ha sido —creo yo— el gesto más honesto de El Portazo desde sus días iniciales en el patio de la Asociación Hermanos Saíz de Matanzas.

Confieso que desde mi regreso a Cuba, a mediados de este enero, lo que he visto en la escena cubana ha sido por lo general poco estimulante. Los vacíos aquí aludidos y las presiones de una dura cotidianidad también son perceptibles sobre los escenarios, y la ausencia de directores y referentes que mantenían viva e interesante nuestra cartelera y nuestros festivales, ya es inocultable.

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El Baracutey, otro bufo cubano / Foto: Néster Núñez (La Joven Cuba)

En medio de esa angustia, El Baracutey muestra a un grupo de jóvenes apostando por seguir en representación, y ello ahora mismo merece ya un aplauso, y deja una sensación de alivio que extrañaba. Pero reducir el elogio y disimular los señalamientos de lo que pueden aún afinar más a ese elemento, sería también rebajarles el respeto que ya sus fundadores y continuadores merecen.

Este es El Baracutey, con sus momentos de eficacia y sus costuras, ese solar blanco cuyos personajes deberían, quizás, terminar arropados por ese color, como señal inequívoca del desamparo en el que todos quedan en el último minuto. Mas también ese golpe de blanco, como página limpia, podría ser asumido por ellos y todos los integrantes de El Portazo exactamente como eso: como la nueva página sobre la cual empezar nuevamente a escribir, a dibujar, a representar, el ahogo y el impulso incontenible que cada día los lleva a seguir saliendo a escena.

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El Baracutey, otro bufo cubano / Foto: Néster Núñez (La Joven Cuba)

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Norge Espinosa Mendoza
Norge Espinosa Mendoza
Poeta, crítico y dramaturgo. Asesor teatral de la compañía El Público desde hace 20 años. Editor de las memorias del coreógrafo Ramiro Guerra y coautor del volumen dedicado a los Premios Nacionales de Teatro, que aún esperan por papel y tinta para ver la luz.

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