Comer en la calle

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Hace poco menos de 20 años, yo regresaba una madrugada a mi casa en Lawton. Todo mi capital consistía en 20 pesos, que se convirtieron en 10 al pagarle al chofer cuando me dejó en Dolores y Diez de Octubre. Estaba muerto de hambre, pero bajé la loma a paso ligero entusiasmado por la idea de una pizza (con los 10 pesos que me quedaban) en uno de los poquísimos lugares que trabajaban a esa hora.

Apuré el paso, me planté frente a un estrecho mostrador de cemento pulido y pedí: ¡Una pizza! El dependiente-custodio era un señor muy mayor que se encontraba sentado en una silla de cabillas, y parsimoniosamente a chancleta quitada, con la calma del que tiene toda la noche para él, deslizaba con fruición el dedo índice de la mano derecha entre el pulgar y su compañero del pie izquierdo.

Nos miramos en silencio como por tres segundos. Deja, deja, no me des na, dije yo. Él, con expresión culpable, como de perro cocker spaniel que ha masticado una chancleta, trató de convencerme, quien sabe si apelando a la Biblia: Yo me lavo las manos. Qué va, puro, dije yo, ni aunque te las laves con ácido. Tengo entendido que esa cafetería ha ido cambiando de nombres a lo largo de los años. Para mí, siempre será Los Violines.  

Yo no soy el tipo de persona a quien le encante comer en la calle, sobre todo en este tipo de establecimientos, pero soy incapaz de no percibir la naturaleza de las aguas donde nadamos. Tenemos un desfase temporal de varias décadas en muchísimas cosas, pero el caso de esa gastronomía chiquitica es bien notable. La ofensiva revolucionaria taló a lo grande la bien poblada selva de la gastronomía de barrio, y los árboles no crecen en un día, mucho menos si no se les riega.

Se nos murió la necesidad de hacer las cosas ricas y buenas para vender más. Vivimos en el imperio del jugo flojo, la empanada con una pizca de guayaba encerrada en una bola de aire, y los tamales que sin verlos, ya sabes que nunca serán ni la mitad de buenos que los que puede hacer cualquiera en su casa, incluso ese mismo tamalero. O incluso tú, la primera vez que hagas tamales. Vivimos en el reino de los astutos, esos que hacen los panes más chiquitos, le suben el precio y después le sacan dos al paquete. Habitamos la galaxia del quedarse callado si te dan dinero de más en un vuelto, del sálvese quien pueda, de la selección natural.

Cada vez da menos resultado ser el que espera paciente el contacto visual del dependiente que nunca llega. Da negocio ser quien hace su pedido a dos metros, a viva voz, porque casi siempre se le despacha primero. Las reglas del mercado dejaron de funcionar y feneció la cortesía. No pasa nada por tener la tablilla de menú a la bartola, ni por incumplir las reglas básicas de atención al cliente. Puedes inventarte las categorías de jamón que hagan falta (especial, embuchado, embuchado especial, supremo, etc.) y combinarlas a tu aire, y ponerle 50 pesos arriba a las que suenen más sofisticadas.

Hace poco pedí una «pizza familiar» en una cafetería. De sabor excelente, debo decir. O por lo menos a mi gusto. El dueño es uno de estos tipos que creyéndose que atiende su negocio la mar de bien, va desplazándose por el local, jodiendo sistemáticamente a los que comen, preguntándoles cómo está la pizza cuando tienen la boca llena. Ese día me preguntó a mí. Me encantó, le dije. Y agregué: usted para vivir solo, le sabe mucho a esto de la comida. ¿Cómo solo? Yo no vivo solo. Vivo con mi mamá, mi esposa y mis dos niñas. ¿Ah, sí?  Coño, entonces ¿por qué tú le dices familiar a esta pizzita que me acabo de comer? ¿Ustedes cinco comen con eso?

No todo está perdido. Hay lugares buenos y gente que respeta al mercado, lo respeta a uno y se respeta a sí mismo. Si se busca muy bien, aparece algún que otro sitio de comida a domicilio en donde lo que pides es lo que te traen, dentro de un océano lugares en los cuales la foto de la pizza que te enseñan se parece a la pizza que te llega, lo mismo que una foto de carné a una de perfil de Instagram. Sitios desde los que la hamburguesa llega tan envuelta en nylon que da la impresión de que la llevaron a retractilar al aeropuerto, la lechuga parece a medio masticar por un pony de los que se alquilan en el parque de La Maestranza y el pepino se pinta ideal para ponerlo en un jarrón de barro en onda naturaleza muerta.

Tenemos décadas de atraso. Aun así, a cada rato tengo flashazos de confianza. Quiero confiar, me aferro. Durante años me aferré a unas pizzas de cinco pesos que hacía Fermín, un vecino. Eran tan malas, que yo llegaba y le decía: Dime Fermín, ¿a qué hora salen las tartaletas? Eran malas. Pero iguales de malas siempre, y eso es mejor que la fluctuación, porque sabes a qué atenerte.

Quiero confiar, el cuerpo me lo pide. Aunque sé que mucha gente confía en el teorema social que dice que la calidad del dulce es directamente proporcional a lo empercudida que esté la caja de poliespuma del dulcero, tengo mis límites.  Días atrás, pasé por delante de un viejo simpático que desde siempre vende coquitos. Cómico, tú nunca me compras, chico, me dijo, si el problema es el dinero te regalo uno. Suspiré. El problema no es el baro, viejo, es que tú despachas los coquitos con la misma mano de cobrar. Coño, búscate una pinza. Y me fui, sin convicción ninguna de que mi consejo sería escuchado.

Antier pasé y estaba despachando con pinza. No era una pinza de alimentos, sino una larga de madera, de las que se usaban para manipular ropa hervida, que por supuesto machucaba irremediablemente los coquitos. Pero algo es algo, y ese es el tipo de cositas a las que me aguanto para confiar. Hoy sí, dame uno.

Este va por mí, cómico. Deja que lo pruebes. Salí caminando ya contento, pero mi sorpresa fue doble al morder el coquito y encontrarme una textura ideal y un punto de azúcar bordado. Me viré para felicitarlo, y se estaba rascando la espalda con la pinza de despachar los coquitos. 

9 COMENTARIOS

  1. Este Jorge Bacallao tiene sentido del humor. Y además dice mucha verdad. Cuando se refiere a como la ofensiva revolucionaria del ´68 acabó con la cultura del buen servicio que existía en los pequenos negocios de barrio, se refiere a algo en lo que deberíamos reflexionar detenidamente. A partir de esta fecha, y por razones ideológicas, el mercado comenzó a ser catalogado como la antítesis de una sociedad justa. Se comenzó a definir por sus peores excesos: en el mercado se denigra a la gente, reina el sálvese quién pueda, etc. Y esta fue la noción que han heredado, y moldeado el comportamiento de, varias generaciones de cubanos. El mercado se comenzó a asociar con astucia malsana, ventajismo, oportunismo, con el aprovechado, el innoble, el desaprensivo, el caradura, el inescrupuloso. Y estas fueron las desviadas nociones que germinaron en la población de puertas para adentro, cuando la oficialidad no vigilaba, y donde el cinismo individualista crecía fuerte como alternativa y contrapeso a todas las deficiencias del modelo colectivo existente de puertas para afuera. Antes de la crisis de los 1990s, todas estas manifestaciones se observaban en el mercado negro; por ejemplo, un tipo que te vendía un «pitusa con huecos». Pero el que vendía la cerveza en el mercado legal también te trataba de tumbar. Esto se criticaba como una tendencia mercantilista, o pro-capitalista del vendedor de cerveza. Después de la crisis todo esto se hizo mucho más claro, pues las actitudes respecto al mercado, aunque lentamente, comenzaron a cambiar. Sin embargo, lo que salió a la palestra fueron todas estas nociones absurdas, que se habían ido acumulando a puerta cerrada, incluso en la sasa de los dirigentes y cuadros del gobierno. Cuando dieron el visto bueno al mercado, mucha gente con seguridad interpretó que ahora era perrmitido y legal maltratar abiertamente, pues «así son las cosas en el mercado».

    Todo esto ha demostrado, como Jorge indica, lo defasados que estamos, incluyendo al gobierno, en el tema. Cuando se refiere a que «Vivimos en el imperio del jugo flojo», en «el reino de los astutos» y de la «selección natural» hace clara referencia a lo que ha quedado en Cuba de un concepto mucho más complejo y multifacético. Este reduccionismo moral es lo que el gobierno mismo ha propagado como idea del mercado, y en el pasado se le empleó en contraposición a la idea de una sociedad socialista sana. Lo peligroso de estas cosas es que estas nociones caricaturescas fueron, como sucede en cualquier proceso social, internalizadas por los individuos de la sociedad y tomaron forma concreta en el comportamiento de la gente, particularmente en el sector de los servicios, y definitivamente más allá. Lo más triste es que en el gobierno, probablemente hasta el día de hoy, muchos aún piensen igual. Cosas como, por ejemplo, regular la calidad, crear normas sanitarias básicas, estimular a los comerciantes, crear una infraestructura para los mismos, etc, son dinámicas que aún hoy, a fuerza de hambre, estamos aprendiendo.

  2. Bien visto y tratado con mucho humor, pasa lo mismo con las pequeñas cocinas callejeras en Asia, es mejor no mirar demasiado…
    En cuanto a las cocinas de los restaurantes, incluso los más lujosos, allí pueden ocurrir cosas sorprendentes que están fuera de la vista del cliente…

  3. El problema es que aquí los nuevos emprendedores están jugando al capitalismo sin tener la más mínima idea de que lo fundamental es el servicio porque»el cliente siempre tiene la razón». Sin tener idea de que un mal comentario producto de un mal servicio y de una mamá calidad le puede costar la pérdida de muchos clientes. Todo lo que importa hoy en día es el dinero, ganar dinero acomo sea, y eso es un grave error.
    No obstante existen kugares6con servicio de excelencia como «La Flor de Loto» y La Mimosa en Salud y Cerrada del Paseo en Centro Habana ambos. Éstos 2 Restaurantes que tienen casi 20 años de inaugurados mantienen un Servicio de Excelencia y la calidad de su comida no se ha deteriorado. Pero son muy pocos entre tantos Establecimientos que existen de ese tipo. No obstante carecemos de Restaurantes y Cafeteras asequibles en ofertas y precios a la población, falta esa gastronomía de barrio que vendía antes fritas, pan con croquetas, papas rellenas, pan con tortilla , refrescos, maltas, helados y así unas cuantas cosas más. Esperemos que algún día se recupere la cuktura6del servició en nuestro país.

  4. @Bacallao tu que estudiaste en la zona, en la UH, para ti cual eran las mejores pizzas cerca de la Universidad. Las mias las de San rafael e infanta, se estilaban por enviartelas desde una azotea en una cesta y enviabas el dinero para arriba, para mi criterio las mejores. saludos. Buen articulo. En cuba se ha perdido mucho la atencion al cliente o quizas nunca hemos tenidos en ese aspecto.

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Jorge Bacallao Guerra
Jorge Bacallao Guerra
Comediante, escritor y guionista

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