Resignificar el insulto: una forma de orgullo

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A raíz del debate generado por el nombre dado al evento deportivo y recreativo convocado para el domingo 31 de marzo bajo el nombre de «Tortillolimpiadas», vale cuestionarse de qué formas se resignifica un insulto.

Aunque no sean muy conocidas las investigaciones sobre el tema en la lengua española, pienso que, en aras de la necesidad de entender cómo hablamos, cómo nos comunicamos o, incluso, cómo rompemos la comunicación, es pertinente debatir sobre qué es insulto, qué es apropiación y por qué podemos considerar estos fenómenos como parte del habla.

Según Gómez Molina, el insulto es un acto de habla que posee en su enunciación «una forma lingüística, un valor sociopragmático y un componente etnográfico con el cual se intenta agredir, atacar y humillar a una persona en un momento determinado».

Los insultos son capaces de reflejar qué actitudes, creencias y cualidades son evaluadas como negativas o positivas por los miembros de una comunidad. Su meta es dañar la imagen del otro y derrotarlo en su estima personal. Esta violencia puede expresarse mediante palabras o gestos que ofenden, disminuyendo o humillando al otro.

En la teoría desarrollada por Brown y Levinson sobre la cortesía, los insultos están enmarcados dentro de los actos amenazadores de la imagen positiva de los interlocutores. Son actos de habla que podrían interrumpir el proceso comunicativo y, por ende, es deseable evitarlos o repensarlos.

Sin embargo, se podría decir que los enunciados considerados insultantes también forman parte del patrimonio lingüístico y cultural de una comunidad. Se trata de un uso del lenguaje que transgrede las normas establecidas por la sociedad con respecto a lo que es aceptable o no, en el uso del lenguaje, para mantener las relaciones de respeto y tolerancia en un grupo o sociedad.

Las maneras de insultar verbalmente varían de una cultura a otra. Cada lengua, no solo cuenta con su propio caudal de voces insultantes, también posee un grupo fijo de las expresiones que las refuerzan. Esto va estrechamente relacionado con la cultura. Es importante recordar que el insulto es un termómetro cultural muy preciso. Lo que se reprocha en el fondo es, ni más ni menos, lo que las personas han sido educadas para rechazar y lo que las normas sociales desaprueban. El componente cultural, espacial y social de los insultos es inseparable de la cultura que los crea y utiliza, pues lo que es desacreditador y ofensivo en un pueblo, lugar o región concretos, en un grupo social preciso, no tiene por qué serlo en otro.

Lo que se reprocha en el fondo es, ni más ni menos, lo que las personas han sido educadas para rechazar y lo que las normas sociales desaprueban.

Algunos insultos incluso entran en la categoría de neologismos regionales, completamente incomprensibles para personas de otros lugares. Corre por Twitter y por Facebook un listado muy interesante de insultos cubanos que ni el algoritmo identifica como tales y que para personas de otras latitudes son palabras y expresiones sin sentido, como patipolvo, ñame con corbata, boquisonso, caradebate o caradeguante, analfacebollongo, sapingo y otros muchos, algunos verdaderamente surrealistas.

Este recurso lingüístico cumple diferentes funciones en dependencia de la intención de quien los emite. Está el insulto con función vocativa, dirigido a llamar la atención de alguien o exhortarle a hacer algo, como por ejemplo «oye, loco, mira para acá»; el insulto con función referencial, que se utiliza para señalar quiénes son los participantes de una interacción, ejemplo «¿el calvo este viene conmigo o contigo?»; el insulto afirmativo o asertivo está dirigido a declarar un hecho y dejar asentado un criterio valorativo, como cuando decimos «estás feísima» o «no seas anormal». El insulto imperativo busca movilizar a las personas a una acción, «oye estamos llegando tarde, mueve el cuerpo gordo ese». Y finalmente está el insulto exclamativo, que expresa un estado anímico o la respuesta ante una sorpresa, contrariedad o hecho amenazante, como por ejemplo «Ay, carajo». Este último, aunque a veces no va dirigido a nadie en particular, puede resultar agresivo para las personas que lo presencian.

Los insultos también se catalogan por escala de amenaza. Como muy amenazantes, cuando atacan gravemente, humillan o desacreditan la imagen positiva de las personas, ya sea en público o en privado, y rompen el hilo comunicativo entre los participantes de la interacción. Amenazante, cuando, aunque ataquen al interlocutor, por uso continuado, hábito comunicativo entre los hablantes, o simplemente por no sobrepasar ciertos límites consensuados, la persona víctima no lo asume como insulto grave. Poco amenazante cuando desacreditan la imagen positiva de una persona ausente o cuando se intenta evaluar la imagen positiva de cualquiera de los participantes presentes en la interacción, por ejemplo «esto te quedó bueno, eres un animal» y en la función vocativa.

Los insultos nada amenazantes son aquellos donde se emplean formas leves de sarcasmo, groserías y palabras obscenas que se utilizan como marcas de énfasis en el discurso, expresiones exclamativas y muletillas. Un ejemplo de este tipo de contenido insultante en la conversación es el del amigo malhablado de toda la vida, cuya interacción no es percibida como peligro por las personas que le conocen y aceptan, por lo que el hilo comunicativo nunca se interrumpe.

Muchas tendencias negativas estructuradas en la mentalidad de un grupo humano, como la misoginia, la gordofobia, el machismo, la homofobia, la transfobia, el racismo, el capacitismo y el clasismo, son fuentes de insultos específicos. Es importante desmontarse, deconstruirse, repensar nuestras interacciones y los insultos más frecuentes que utilizamos (cuando estemos calmados, por supuesto) porque algunos pueden ser banderas rojas del tamaño de una catedral, que alejen a muchas personas de nuestro círculo.

La misoginia, la gordofobia, el machismo, la homofobia, la transfobia, el racismo, el capacitismo y el clasismo, son fuentes de insultos específicos.

Si en medio de una interacción violenta o como respuesta a esta, se nos escapan frases y palabras como «hijo de…», «flojo», «mariquita» (o su variante más agresiva), «negra», «gordo» y otras relacionadas con físico, orientación sexual, identidad de género, sexo y origen social, lo más saludable es tomar distancia y evaluar si se está agrediendo a los interlocutores y están siendo víctimas o no de un insulto.

Aunque los insultos pueden reflejar ciertos (anti)valores sociales y expresar formas de violencia verbal, a la vez pueden revelar estilos de comunicación y hasta marcas de identidad.

Y como fenómeno interesante, los insultos, además de ser actos de habla descorteses, pueden tener también otras funciones como, por ejemplo, la identificación con un grupo generacional, sexodivergente, profesional o étnico particular, o bien la creación y reforzamiento de lazos afectivos entre los interlocutores. Eso confirma que hay insultos y otros actos descorteses que en ciertos contextos y entre ciertas personas no tienen la función de ofender.

En estos casos particulares, los insultos y expresiones groseras buscan crear solidaridad, estrechar lazos de camaradería y amistad, enfatizar e intensificar enunciados, expresar sorpresa, llamar la atención del interlocutor e identificar a los participantes de las interacciones como miembros de un grupo. Además, se podría decir que el uso frecuente de ciertos insultos, muy específicos, en las interacciones de estos grupos constituyen un sello de identidad y resistencia, una manera de enfrentar o desconocer las reglas impuestas por los grupos dominantes.

resignificación del insulto
Ejemplo de resignificación del insulto / Imagen: Justo en medio

Un ejemplo de esto es cuando las personas de grupos racializados o étnicos minoritarios se llaman entre ellas, sin intención ofensiva, «negro», «pasúo», «cholo» e «india». O cuando las personas de la comunidad LGBTIQ se dicen entre ellas «pájaro», «maricona» o «tortillera». De ese modo se desmonta y revierte el peso insultante de las palabras y decirte a ti misma «tuerca» se convierte en una verdadera declaración de principios y un acto de orgullo e identidad.

Comprender este proceso de apropiación y resignificación del insulto por parte de las personas que han sido históricamente víctimas de palabras y conceptos que les descalifican, ofenden y cuestionan su existencia y realidad, puede ser el inicio de interacciones más informadas y respetuosas.

No me molesta que mis amigas de la comunidad LGBTIQ me digan «tortillera»; me molesta que otros crean que es una ofensa para mí cuando es una razón de orgullo para muchas personas: ser y aceptarse perfectas en sus decisiones, características y estilo de vida, rebelarse al estereotipo y darse a sí mismas el nombre que quieran, expropiando la ofensa y vaciándola del significado vejatorio.

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Yadira Albet
Yadira Albet
Ex académica, ex profesora, escritora ocasional, podcaster y madre

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