Exilio, inxilio o una metáfora para los que no tienen avión

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Cuando te vas de Cuba sabes que existe una posibilidad enorme de no regresar. El exilio comienza desde que piensas en la necesidad de buscar una vida en otras tierras y no ves más allá del qué comeré mañana. Yo soy una migrante cubana becada en Quito, que lidia con un estipendio precario, la imposibilidad de trabajar de manera legal y la tercerización laboral en consecuencia. Aun así, soy privilegiada en comparación con otras personas que no tienen siquiera esa beca, pero estoy jodida, como las mayorías en el llamado tercer mundo.

Desde la literatura muchos han abordado ese sentimiento como inxilio, a grandes rasgos es la imposibilidad de salir de un territorio porque un determinado poder o las circunstancias no lo permiten. Yo vivo el exilio desde el inxilio de mis padres y amigos. El carácter de los cubanos es excepcional y, por ende, discordante en todas partes. El otro día me encontré a dos cubanos en un estacionamiento en Quito. Habían migrado con la apertura del visado para Ecuador y los reconocí por el asere inconfundible.

En una ciudad como esta no me acercaría a dos desconocidos en la noche. La violencia cercena las relaciones sociales, vuelve desiertas las ciudades y te envuelve en una paranoia infinita. Pero eran cubanos, y pensé que un cubano no jodería a otro cubano que está jodido como él. Por eso, me acerqué y les dije: «Asere, ustedes de dónde son», «De dónde tú crees, la mía» —respondieron. Enseguida nos carcajeamos y se nos notó la felicidad, porque ver a un cubano fuera de Cuba se parece a ver esa tierra que dejaste y con la que no dejas de soñar.

Uno de ellos me dijo algo que siento desde que estoy acá: los cubanos somos una especie única y con esto no intento decir que seamos el centro del mundo. Supongo que un venezolano o colombiano que extraña su país diría lo mismo, pero sucede que sí somos únicos y particulares.

La gente de mi generación en Ecuador se crio delante de pantallas, añorando el próximo videojuego, interactuando a través de las redes sociales. Mi niñez, en cambio, fue jugar a los escondidos y ver Elpidio Valdés una vez al día a las cuatro y veinte. A mi vecina se le podía pedir el poquito de sal y los apagones, un fenómeno que en materia de socialización merece un estudio profundo, eran momentos para reunir el vecindario en mi portal. Yo nunca supe que era pobre, porque, en aquel entonces —cuando aún el capitalismo no había calado tanto en la Isla— todos teníamos más o menos lo mismo y era feliz. Me rodeaba un calor humano que aquí no he logrado sentir.

La primera vez que tomé consciencia de que estaba deprimida fue muy reciente. Me sentía tan sola y vacía. Con ello no quiero decir que en Cuba la gente no se deprima, e incluso me atrevo a afirmar que en los últimos tiempos el caos político y la precariedad económica han sumido a la isla feliz de mi infancia en un entramado de tejidos sociales fracturados.

En Cuba se dirimen violencias estructurales que pagan los de abajo: los cuerpos feminizados, los marginalizados, los que disienten. Ejemplos sobran: casi mil presos políticos y más de setenta feminicidios en lo que va de año. También habitan violencias económicas de las que nadie escapa y que tienen su mayor expresión en una juventud que emigra, en un país envejecido que extraña a sus hijos y nietos.

No obstante, los migrantes cargamos con el peso de esa isla piñeriana y con las contradicciones de la sociedad a la que llegamos. Tuve la oportunidad de volver a Cuba en agosto y mis amigos se rieron de mí cuando les pregunté si para ir a comprar cerveza a la esquina, en pleno Vedado a las ocho de la noche, debía dejar el teléfono. Cuando vives en una sociedad violenta como en la que hoy vivo, el miedo se te mete adentro y se normaliza. Reaccionas como los perros violentados cuando los van a acariciar: con miedo al principio y después con ira. Así funcionan los ciclos de violencia. 

Cuando me di cuenta de mi depresión decidí ir a la sicóloga. En aquel cuarto impoluto discursé sobre mi añoranza por una Cuba que no existe, e incluso acerca de mi impotencia por no poder ser parte de la construcción de un país soñado donde todos puedan quedarse. Aquella profesional de la salud mental regodeada en su espacio de sobria decoración, cuyo pase de entrada es impagable para quienes más lo necesitan, se recostó en su sillón y me dijo:

—¿Conoces la metáfora del avión?

—Esto no puede ser en serio—pensé.

La metáfora del avión dice que, si estás en pleno vuelo y ocurre un accidente aéreo, debes ponerte primero tú la máscara de oxígeno antes de asistir a otros, porque no puedes ayudar al resto si no estás a salvo. Conocía muy bien la metáfora del avión, una que como tantas otras abunda en los libros de autoayuda, y sí, es una verdad rotunda, ninguna ayuda será efectiva a largo plazo si quien la da no puede ayudarse a sí mismo. Pero qué pasa cuando en el avión no hay comida, y cuando estás solo en el avión. Las sociedades predican esa suficiencia y bastedad de uno mismo, esa autarquía tan antigua como los griegos, pero el concepto ha sido tergiversado como empleado a conveniencia por quienes detentan el poder.

Es simple, los manuales de autoayuda, las frases poéticas e inspiradoras de Facebook, los consejos de tu mejor amiga que tiene el refrigerador lleno porque nació blanca, con casa y carro, todos, tienen algo en común: la carga de la responsabilidad individual por encontrar la felicidad; por mantener la cordura, por ser decentes y adecuados. Positividad tóxica le llamo. Esta reflexión no busca demeritar a los sicólogos y a la necesidad de crecimiento interno para poder habitar el mundo de manera balanceada, al contrario, va de cómo el poder emplea esas carencias que todo humano tiene para dominarle.

Frase motivadora
Ejemplo de frase motivadora /anaivars.com

Estar fuera de Cuba te muestra de golpe realidades que parecen infinitamente distintas a la tuya, pero en el fondo no lo son. Mi educación estuvo llena de consignas y gestos adoctrinantes: «seremos como el Che», «resistir y vencer», «aquí no se rinde nadie». Recuerdo canciones como «A los héroes se les recuerda sin llanto», «y no habrá mejor promesa que cumplir con el deber de saberse cada día más cubanos», o el poema de Nemesia, una niña que al ver a su familia muerta en la invasión de Playa Girón «no llora» porque «sabe que los milicianos rompieron a los traidores que a su madre asesinaron». Todas predicaban esa resistencia y firmeza, tan inquebrantables, que a nivel social operaban como forma de coerción ideológica a través de los referentes culturales.

Esa actitud se reflejó en la homofobia y el machismo que durante años se respiró en Cuba y que a ratos parece dar su brazo a torcer, pero no cesa. En la necesidad «macha» de venderse como el defensor de la patria y los vulnerables, en la idolatría de hombres inmortales que heredamos de la URSS y que en buena medida responde también al contexto de posguerra en que surge la Revolución cubana y la cosmovisión del mundo de finales del siglo XX.

El discurso en Cuba, en cambio, se quedó estancado con el advenimiento de la posmodernidad y hasta los días de hoy, con el consenso en torno al proceso revolucionario roto en mil pedazos, el Estado continúa regodeándose en ese lugar vacío que es «la Revolución» y pide más sacrificios en su nombre.

Ejemplo de propaganda cuban
Ejemplo de propaganda cubana / Foto: Cuba y Economia

No debería tratarse entonces de entregar a Cuba al discurso contrario que repite como zombi: «Comunismo es miseria, con la dictadura no se dialoga» «Libertad» en abstracto. En cambio, pedir a un pueblo hambriento «resistencia» sin darle una solución a corto o mediano plazo para respirar, y mientras tanto, no lo dejas participar sanamente de la política, lo privas de la libertad de manifestación y disenso, o criminalizas sus formas de protesta, es la variante caribeña y agobiante de la positividad tóxica, una que enmascara la pobreza con eufemismos triunfalistas como el de «resistencia» para darle un aire reivindicativo que cada vez pierde más sentido para quienes la padecen. 

También están los que viven esa realidad desde el privilegio romantizado de ser turistas-amigos. Van unas semanas, llevan unas pocas donaciones, se hospedan en un hotel, compran un pullover del Che en un bazar «del arte revolucionario», escriben un post en Facebook que es reproducido en algún medio estatal hablando de «la hazaña del pueblo cubano». Luego vuelven a sus países, casi siempre en el «primer mundo», a ser ricos o de clase media. Tal vez hasta escriban un libro con sus experiencias de «haber descubierto la otra Cuba», y encuentren una editorial dispuesta a publicarlo, en el capitalismo desarrollado se puede facturar con casi cualquier cosa. No obstante, la vida de los pobres seguirá igual.

Ambos extremos se parecen, en la mayor parte de Latinoamérica se puede protestar —no sin correr el riesgo de la criminalización y hasta la muerte, en dependencia de qué tan incómoda resulte tu protesta— pero está en todas partes el signo de que «el pobre es pobre porque quiere», el patrón de hombre de éxito, que también es macho y cisgénero, solo que se vende más bonito.

Aquí el lema no es «resistir y vencer», sino «trabaja, consume y vencerás». Donde en Cuba hay una valla de «Somos continuidad», en el capitalismo hay una del hombre blanco adinerado que toma Coca Cola o la mujer cosificada, que anuncia cosas impensables para las mayorías. Lo peor, es que casi nadie repara en eso, ni se alarma porque se haga una cena de lujo mientras otros pasan hambre.

En esa misma esquina donde está la publicidad, están los excluidos del sistema; los mendigos artistas de circo, las mujeres de pueblos y nacionalidades saqueadas, que venden frutas para sobrevivir; la familia negra o indígena durmiendo en cartones, que no puede ni vender algo para comer, porque el blanco le teme, y no le va a comprar.

Es triste no tener paz en ninguna parte. La conclusión de muchos es «Yo voy a luchar por los míos» y el mundo que se acabe. Por eso mi depresión, porque en Cuba, como versa la canción del Trío Enserie: «si te cae el peso de la soledad», le das un paseo tranquilo a tu ciudad; o como canta Frank Delgado: «a tus vecinos si la vida los deprime, coméntales de música, convídalos al cine». Aquí es imposible sentirse dueño de la calle a las ocho de la noche y los vecinos, cuando más, te saludan con cortesía medida y cierran sus puertas de golpe.

Mi sicóloga ecuatoriana no sabe lo que es dar chucho en apagón, no le debo hablar tampoco de aviones donde no hay comida, porque yo no soy su sicóloga. Sin embargo, aún con el refrigerador vacío, me doy el lujo de reivindicar mi derecho a la protesta, tanto a nivel personal como político. Me quejo porque en el avión todos no vamos en primera clase. Me quejo porque aún con la máscara puesta, tal vez no pueda salvar a nadie, porque el destino del avión más grande que habito no lo deciden todos sus pasajeros, porque nadie quiso voluntariamente ser parte de una tripulación y otra, pero al menos yo, no voy a dejar al piloto en paz, mientras no establezcamos todes un rumbo que nos dignifique.

4 COMENTARIOS

  1. Esta interesante este artículo, pero trata de convertir en sinonimos las palabras exilio y migrante, primero se habla de exilio claro (dice el diccionario que es cuando te expulsan).

  2. Resalto esta perlita confesional:
    «La gente de mi generación en Ecuador se crio delante de pantallas, añorando el próximo videojuego, interactuando a través de las redes sociales. Mi niñez, en cambio, fue jugar a los escondidos y ver Elpidio Valdés una vez al día a las cuatro y veinte. A mi vecina se le podía pedir el poquito de sal y los apagones, un fenómeno que en materia de socialización merece un estudio profundo, eran momentos para reunir el vecindario en mi portal. Yo nunca supe que era pobre, porque, en aquel entonces —cuando aún el capitalismo no había calado tanto en la Isla— todos teníamos más o menos lo mismo y era feliz. Me rodeaba un calor humano que aquí no he logrado sentir».
    A propósito de ella, solo queda por acotar: Llegar tardíos a la tecnologización hace valorar tesoros que otras naciones ya sacrificaron en el altar del progreso.

  3. Llama la atención lo bien que se refiere a la Cuba de su infancia, la socialista, la de la dictadura unipersonal de Fidel Castro, pero sin embargo se queja de aquella Cuba, mientras se siente insegura en Ecuador, aunque esa inseguridad, menos en Cuba, esta en cualquier parte del mundo, hasta en EE UU y Europa, pero sin embargo en su comparativa critica más la Cuba de su infancia que el quebrado capitalismo mundial en las sociedades actuales. Usted ha llegado tarde a una sociedad enferma y que está de salida

  4. Me siento reflejada en cada una de tus palabras Lisbeth, el cambio es drástico y la añoranza nos consume. Una añoranza de un país que no existe. Una acotación: «y si te cae el peso de la soledad / dale un paseo tranquilo a tu cuidad» es un fragmento de Canción al desaliento del trovador holguinero Fernando Cabreja; pertenece al disco «Como una luna en pie» (2009) y ha sido interpretada por varios como Levis Aliaga del Trío Enserie. De hecho, a Levis le gustaba nombrarla «Canción contra el desaliento». Las peñas y las descargas es lo que más extraño en este país frío e impersonal.

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Lisbeth Moya González
Lisbeth Moya González
Periodista y escritora marxista cubana

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