¡Qué difícil ser comediante!

Ojalá esto sirva para que acunemos más al comediante

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Si dependiera de mí, incluiría en los planes de estudio de los niños tres cursos fundamentales: «Apreciación del humor», «Cultura del debate» y «Control de los deseos de opinar como si se supiera sobre temas de los que no se sabe un carajo». Si tuviéramos personas formadas con un mínimo de preparación en esos apartados, la vida sería mucho más fácil para todo el mundo. Escoja usted un tema y ahí va a tener al que sabe, al que no sabe, y al peor: ese que no sabe que no sabe.

El domingo pasado fui a ver un concierto de la sinfónica. Lo disfruté aún sin saber casi nada. En este tema de la música culta, yo no sé, pero sé que no sé. Me vienen a la cabeza preguntas cómo: Si estos músicos ensayan lo suficiente ¿sigue haciendo falta el director de orquesta? Si un violinista se queda dormido y no toca, ¿los que saben se percatan, aunque no lo vean? El señor que toca los platillos —que los ha tocado dos veces en hora y media— ¿cómo llegó a ese instrumento? ¿Por vocación? ¿Fue un niño que desde la flor de su vida soñó con dar dos toques en hora y media? ¿O alguien muy perseverante a quien iban vetando en todos los instrumentos de caché?

Yo sé que mis preguntas le pueden resultar muy graciosas a los especialistas que dominan las respuestas, e incluso a quien no las sabe y se ha dado cuenta en este momento que él también se las hace. Ahora bien, yo no pongo en duda el virtuosismo de los músicos, ni me creo en mi fuero interno que si me hubiese dedicado a la música, estaría tocando en la orquesta.

Ser comediante es complicado. Pulula el individuo que sostiene con vehemencia que si se hubiera puesto para eso, sería humorista, porque se sabe unos cuentos buenísimos y en las fiestas la pone buena. Para medio mundo, quien no provoca la carcajada fácil es un pesao, sin detenerse a cavilar un segundito que puede ser que no se ría porque no entiende.

Mientras que al cantante se le pide «¡otra, otra!», el humorista tiene que reinventarse día a día porque una de sus bazas es sorprender. Hace unos veinte años, en mis comienzos, saltaba de peña en peña, trabajando para un público universitario totalmente gratis. Llegué una vez a la peña del ISDI, que organizaba Antonio Berazaín (El Bera), y un muchacho se me acercó. «Tú eres es Bacallao, ¿no?». «Sí», dije contento de ser reconocido. «¿Vas a hacer lo mismo?». Aquello me molestó y lo traté de resolver. «¿Lo mismo de cuándo?». Lo empeoré: «¡Lo mismo de siempre!». El muchacho me miró a la cara y arrepentido me dijo: «Disculpa, Bacallao, fue un comentario superfluo». Ahí exploté. «Superfluo no, súper fulo», le dije.

No se puede negar que el ejercicio de la comedia desarrolla las facultades para la respuesta rápida y precisa. Meterse con el comediante entrenado es como orinar contra el ventilador. Hace unos días un amigo me dijo: «Oye Baca, que bien quedaste en esta foto, no pareces tú». Yo respondí al momento: «¡Qué comentario tan inteligente! No parece tuyo».

Me ha pasado también que recibo llamadas equivocadas en la casa. «Por favor, con Francisco». «Francisco no vive aquí, está equivocado». «¿Cómo voy a estar equivocado, si yo marqué bien?» Y ahí yo, muy pausado, respondo: «Debo haber sido yo, que descolgué mal».

Hay un peligro en tener demasiada confianza en la respuesta rápida, y el comediante peca. Me pasa a cada rato, a pesar de que estoy alerta. Una vez, en el parque Acapulco, sobre las tres de la mañana, me subí a un taxi y caí sentado al lado de una pareja. Después de las curvas de la Avenida 26, el muchacho de la pareja le dijo al chofer que lo dejara en el Zoológico. Eran las tres de la mañana, repito, y lo más natural era quedarme callado, pero mi comediante interno soltó: «Hermano, no te guíes por mí, pero el Zoológico a esta hora está cerrado». Pude haber tenido un gran problema, pero de pronto el chofer rompió a reír, todos después de él, y la cosa terminó bien.

Otra día, me tomé unas cervezas de más sin haber comido. Llegué a la casa bastante tarde, y mi esposa, con razón, me recibió molesta. «¿De dónde tú vienes?» Lo confieso: si yo me hubiese acordado, se lo hubiera dicho. Y en ese momento, lo mejor debería haber sido quedarme callado. Nuevamente el comediante interno, agazapado, salió a relucir. Por alguna razón pensé que decir algo era mejor que callar, pero algo me dijo que ningún chiste mío funcionaría. Decidí citar a Martí, porque ¿cómo podría fallar el apóstol? Así que cuando me preguntó «¿De dónde tú vienes?», le dije: «Yo vengo de todas partes, y hacia todas partes voy…» No cuento el final, pero dormí en el piso. 

Otro detalle horrible al que se enfrenta el comediante es el hecho de que la humanidad asume que si un humorista va a una fiesta, debe actuar. Nadie le dice a un carpintero que suelte el vaso de cerveza y le ponga una pata a una cama, ni a un ginecólogo que haga tactos vaginales por turnos, pero al comediante le piden que haga algo. Me pasa constantemente, y me he inventado una estrategia defensiva. Ante la insistencia, digo que voy a declamar un poema, y, con entonación de pionero en tribuna abierta, recito afectado los números del 1 al 10. Ahí se ríen y me dejan tranquilo, derrotados.  O no, y me aplauden desaforados, esperando más. En ese último caso, digo despacio: «En vista del éxito obtenido, para ustedes, del mismo autor: Del 11 al 150».

Ojalá esto sirva para que acunemos más al comediante. Para que no nos creamos que podemos darle de regalo tres cuentos buenísimos que él no se sabe, o un guion para que lo use y haga un programa. Yo por lo menos, no acepto tales cosas, a menos que quien las brinda me explique con detalle y convincentemente, la historia del tipo que escogió ser quien toca los platillos en la sinfónica.

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Jorge Bacallao Guerra
Jorge Bacallao Guerra
Comediante, escritor y guionista

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