Los invisibles

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Una de las artimañas de la vida moderna consiste en visibilizar a un sector comparativamente minúsculo de la sociedad y difuminar el resto. De continuo nos informan de lo que hacen y dicen los ricos y famosos, pero el resto de nosotros es solo masa cárnica: si alguna vez somos noticia es porque hicimos algo que nos removió por un rato de donde deberíamos estar, y puede que hasta nos haya sacado de la gaveta en que hasta entonces vegetamos, para sumarnos a la clase cuya cotidianidad merece ser divulgada. A quienes eso no les sucede, en cambio, nacen y mueren siendo apenas consumidores anónimos que saben más de las últimas declaraciones o de con quien duerme un Fulano renombrado, que de lo que piensa el vecino de enfrente. En pocas palabras, un país son sus celebridades.

En los últimos días he visto dos buenas películas que justamente retratan a esos juanpérez del montón: Perfect days de Wim Wenders y Fallen leaves de Aki Kaurismaki, ambas de 2023. Aunque los protagonistas de uno y otro relato tienen en común la pertenencia a la baja casta de los invisibles, la visión y el abordaje del tema difieren notablemente entre ambos trabajos.

Empecemos con Perfect days. El director es alemán, pero la película se desarrolla en Tokyo. Esos desplazamientos no son raros en Wenders: sin ir más lejos, tiene un documental (Tokyo-Ga, 1985) sobre el cineasta nipón Yasujirō Ozu, y otro de 1999 que aún nos atañe más: Buenavista Social Club

En Perfect… el realizador teutón nos cuenta la vida de Hirayama, un tipo cuyo trabajo es limpiar urinarios públicos. Claro, se trata de urinarios públicos japoneses, y de un trabajador con la idiosincrasia que uno asocia con el Lejano Oriente: los muebles sanitarios están de entrada limpios, pero Hirayama recoge, frota y pule con metódica prolijidad, y por si fuera poco pasa un espejito por debajo del inodoro para detectar y suprimir la menor mácula. 

Ahora bien, por fascinante que resulte el tema, la pieza no se reduce a mostrar la higiene urbana de Tokyo, sino que nos revela a un individuo que encuentra la felicidad en el intenso disfrute del momento: toma fotos —con una cámara vieja, de rollos de película que hay que llevar a revelar a una pequeña tienda de barrio— de los irrepetibles juegos de la luz solar y las sombras en el follaje (komorebi); escucha rock anglosajón de los años sesenta y setenta del pasado siglo en una reproductora de cassettes que tiene en la furgoneta, que es también su almacén y oficina. Cada mañana, al salir de casa, mira al cielo, respira hondo y sonríe; rescata plantitas maltrechas y las cuida en casa; acepta jugar a lo que en Cuba llamamos «los ceritos» y en otros países «tres en raya», con una persona desconocida que deja un papel con el planteamiento del juego escondido en un rincón de un baño, etcétera.

Hirayama es espartano y metódico, y no sabemos gran cosa de su pasado, solo que tiene una hermana rica que no concibe que él viva en una casa relativamente humilde y sea feliz limpiando baños, como tampoco comprende que su hija, harta de ella, se haya refugiado en casa del tío por unas semanas y no quiera abandonarlo. La película desafía los patrones convencionales del relato cinematográfico: la historia es mínima, nos quedamos con muchas preguntas sin respuesta, pero al final sentimos que no estamos locos por detestar la aceleración, la locura, la deshumanización de la vida que llevamos, y que la salvación puede estar en las pequeñas maravillas, en detenernos y aspirar el aroma de las rosas (como sugería Ringo Starr en un opaco tema de 1981, lo que me hace recordar la fabulosa escena de Ed Wood [1994] de Tim Burton, entre el peor cineasta de la historia y uno de los mejores, Orson Welles, donde se hace evidente que, más allá de sus respectivas y desiguales cuotas de talento, sus preocupaciones creativas eran las mismas). Y la película funciona, en buena medida, por la precisión con que Kōji Yakusho prodiga su bonhomía, y que le ha valido el premio al mejor actor en Cannes 2023.

Confieso que nunca he sido fan de Kaurismaki, ni estoy seguro de haberle cogido la vuelta a su cine hierático y minimalista. Me gusta, eso sí, que sus personajes por lo regular sean de clase trabajadora, y los toques de humor que introduce (aunque a veces es difícil saber si bromea o si se toma en serio ciertas situaciones concretas). En particular, en obras como Leningrad cowboys go America (1989) el absurdo es tal, que me produce esa extraña mezcla de emociones: no sé si río con el cineasta o si el cineasta se ríe de mí. Recuerdo que mi llorado amigo y mentor, el gran Daniel Díaz Torres, me recomendó Un hombre sin pasado (2002): «parece cine soviético, y los personajes son muy sólidos, pero mírala sin apuro».

Fallen leaves toma su nombre de Les feuilles mortes, la canción francesa popularizada por Yves Montand y versionada mil veces. El escandinavo nos cuenta una historia de amor desabrida y desprovista de erotismo entre un chico y una chica de clase obrera, maltratados por sus patrones, con una vida vacía y solitaria en que acudir a pubs y karaokes es apenas un ritual más (aunque, según el comediante islandés Ari Eldjárn, los finlandeses son así de inexpresivos), y donde no faltan esos inverosímiles giros kitsch, de inmaculada ingenuidad, que solo a Kaurismaki parecen funcionarle: el momento en que Holappa es atropellado por un tranvía, me trae a la memoria la curación repentina de Arletty en Le Havre (2011). No es una mirada amable sobre la sociedad contemporánea, pero sí sobre los invisibles.

El humor que el realizador ofrece con cuentagotas es particularmente vaporoso aquí: el tipo invita a la chica al cine, ella le dice que escoja la película… y él la lleva a ver una de zombies (The dead don´t die [2019], de Jim Jarmusch). A la salida, dos cinéfilos con pinta de cinéfilos comentan que la pieza que acaban de ver les recuerda, respectivamente, una de Godard y otra de Robert Bresson. Cada vez que uno de los personajes enciende la radio se escuchan por defecto noticias sobre la invasión rusa a Ucrania, haciendo siempre hincapié en los crímenes de guerra rusos. Una enfermera le ofrece al protagonista ropa de su exesposo para salir del hospital; él comenta que se la devolverá por si el esposo regresa. No volverá, afirma ella, y todavía lo reitera —innecesariamente— un par de veces, como si en el fondo necesitara autoconvencerse… El perro que adopta la chica se llama Chaplin, y el final (spoiler) recuerda esos planos que cerraban las películas de aquél, en que los personajes se alejan de cámara… A diferencia de Perfect days, aquí la banda sonora se ceba con temas populares fineses, pop depresivo y hasta un tango de Gardel.

Wenders y Kaurismaki nos hablan de gente invisible que encuentra el sentido de la vida en un mundo que se empeña en mirar hacia otro lado. Como diría Daniel, son sólidas, pero mírenlas sin apuro.

4 COMENTARIOS

  1. Será un gusto mirar en el sentido contrario al que mira todo el mundo harta de tanta tontería insulsa con los famosos de turno. Soy una convencida militante de la grandeza de las pequeñas cosas, Dios está en los detalles… decía mi abuela y en esas historias está todo un universo. Otra vez muchas gracias por las referencias, otra vez un placer leerle profesor.

  2. Me ha dejado de gustar el cine. He desarrollado un tinnitus que no me permite escuchar claramente los diálogos. Las películas me terminan por aburrir, al igual que las series y, en general, la televisión.

    Por tanto, no voy a ver ninguna de esas películas. Aprovecharé para hacer otras cosas como hablar con los familiares y los amigos. Creo que es mejor.

    Para complicar las cosas, con el COVID perdí el gusto y el olfato. Ahora lo estoy recuperando despacio. No me gusta comer. Solo lo hago para quitar el apetito.

    Sufro de andeonia, incapacidad para experimentar placer. La anedonia normalmente se asocia con la depresión. Sin embargo, no tengo depresión. Al contrario, estoy más feliz que nunca.

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Eduardo Del LLano
Eduardo Del LLano
Escritor, guionista y director de cine cubano

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